Un año, dos meses y ocho días. Ese es el tiempo transcurrido desde que, un 3 de septiembre de 2012, Colombia me abriera las puertas que me negó España y me viera forzado a emigrar, como otros tantos cientos de miles de españoles. Por mi cabeza no pasaba ya, tras haber vivido y trabajado en el Reino Unido y en Estados Unidos durante casi cinco años, volver a hacer las maletas, y con 37 años (37) ansiaba poder adquirir en Madrid la estabilidad que tanto deseaba. Nada especial: una casa, tranquilidad laboral, quizá -por qué no- una familia.
Lejos de eso, mi contrato de colaboración llegó a un final abrupto -cosas de un jefe con tanto orgullo como incompetencia- a finales de febrero de 2012. Desde ahí, seis meses de bajada al infierno: endeudamiento, baja autoestima, pérdida de tu propia vivienda. Convertirme en periodista me había hecho vender mi alma al Banco Santander, y mi apuesta por la vocación de toda una vida se topó con una amarga verdad: de nada sirve escribir bien si no tienes quien te guarde la espalda. De ahí que cuando, seis meses después, retomé mi actividad docente lo hiciera con un alivio no exento de amargura. No creo que me la pueda quitar nunca de encima.
Leo hoy en El País un interesante reportaje de Jerónimo Andreu sobre los jóvenes de Jaén. Allí, en el corazón de una tierra que vive por y para el olivar, tres de cada cuatro jóvenes de 16 a 25 años (un 74%, 20 puntos más que la ya escalofriantemente alta media nacional) quisieran trabajar y no pueden. Los datos de desempleo del INE del tercer trimestre de 2013 muestran una radiografía que no admite discusión: Jaén, 40%; Granada, 39%; Barcelona, 23%; Valencia, 29%; Madrid, solo 20%... La historia reciente nos da una bofetada bien fuerte al recordar las pestes que el Partido Popular y gran parte de la población echaban de los emigrantes hasta no hace demasiados años. Hispanoamérica, ese amigo necesitado del que convenía proteger las fronteras, es ahora destino de miles de españoles que buscan sobrevivir. El especial Expatriados por la crisis, publicado por El País, muestra hasta qué punto: Argentina, con un 7,1% de paro, acoge a un total de 357.937 españoles censados en 2013 (una subida del 31,2% con respecto a 2008); Brasil, con un 6%, a 98.227 (41,5% más); México (4,8%), es el hogar de 87.587 (un 59,30% más); Chile (6,5%), 44.691 (un 75,14% más). Y la lista sigue.
Cuando salí de Madrid, hace ahora un año, dos meses y ocho días, era consciente de que esta vez, la primera en la que no era yo quien decidía irse, ya no dependía de mí volver. Era, y es, altamente probable que si alguna vez puedo asentarme en algún sitio, este no se encuentre dentro de las fronteras del orgulloso territorio español. Colombia, Estados Unidos, República Dominicana, Ecuador, Chile, quién sabe. Pienso que no nos merecemos la clase política que tenemos, pero que la recuperación no puede venir sin ella. Pienso en esta generación tan preparada que se pierde sin remedio. Pienso en cómo las empresas salen de la crisis a costa de ofrecer salarios indignos, y en el daño que los sinvergüenzas de Moncloa y Génova están infligiendo al Estado de Bienestar. Mientras camino por el centro de Valledupar, bajo la sombra de los mangos y en esta cultura que, con todos sus defectos, me ha acogido, pienso si acaso esta espina que tengo dentro de mí no me está impidiendo valorar del todo la riqueza de cuanto me rodea, tan alejada de las posesiones materiales. La Sierra Nevada de Santa Marta, la naturalidad de la gente, la alegría de vivir. El problema es que un paraíso forzado es menos paraíso.
La esperanza es lo último que se pierde.
Lejos de eso, mi contrato de colaboración llegó a un final abrupto -cosas de un jefe con tanto orgullo como incompetencia- a finales de febrero de 2012. Desde ahí, seis meses de bajada al infierno: endeudamiento, baja autoestima, pérdida de tu propia vivienda. Convertirme en periodista me había hecho vender mi alma al Banco Santander, y mi apuesta por la vocación de toda una vida se topó con una amarga verdad: de nada sirve escribir bien si no tienes quien te guarde la espalda. De ahí que cuando, seis meses después, retomé mi actividad docente lo hiciera con un alivio no exento de amargura. No creo que me la pueda quitar nunca de encima.
Leo hoy en El País un interesante reportaje de Jerónimo Andreu sobre los jóvenes de Jaén. Allí, en el corazón de una tierra que vive por y para el olivar, tres de cada cuatro jóvenes de 16 a 25 años (un 74%, 20 puntos más que la ya escalofriantemente alta media nacional) quisieran trabajar y no pueden. Los datos de desempleo del INE del tercer trimestre de 2013 muestran una radiografía que no admite discusión: Jaén, 40%; Granada, 39%; Barcelona, 23%; Valencia, 29%; Madrid, solo 20%... La historia reciente nos da una bofetada bien fuerte al recordar las pestes que el Partido Popular y gran parte de la población echaban de los emigrantes hasta no hace demasiados años. Hispanoamérica, ese amigo necesitado del que convenía proteger las fronteras, es ahora destino de miles de españoles que buscan sobrevivir. El especial Expatriados por la crisis, publicado por El País, muestra hasta qué punto: Argentina, con un 7,1% de paro, acoge a un total de 357.937 españoles censados en 2013 (una subida del 31,2% con respecto a 2008); Brasil, con un 6%, a 98.227 (41,5% más); México (4,8%), es el hogar de 87.587 (un 59,30% más); Chile (6,5%), 44.691 (un 75,14% más). Y la lista sigue.
Cuando salí de Madrid, hace ahora un año, dos meses y ocho días, era consciente de que esta vez, la primera en la que no era yo quien decidía irse, ya no dependía de mí volver. Era, y es, altamente probable que si alguna vez puedo asentarme en algún sitio, este no se encuentre dentro de las fronteras del orgulloso territorio español. Colombia, Estados Unidos, República Dominicana, Ecuador, Chile, quién sabe. Pienso que no nos merecemos la clase política que tenemos, pero que la recuperación no puede venir sin ella. Pienso en esta generación tan preparada que se pierde sin remedio. Pienso en cómo las empresas salen de la crisis a costa de ofrecer salarios indignos, y en el daño que los sinvergüenzas de Moncloa y Génova están infligiendo al Estado de Bienestar. Mientras camino por el centro de Valledupar, bajo la sombra de los mangos y en esta cultura que, con todos sus defectos, me ha acogido, pienso si acaso esta espina que tengo dentro de mí no me está impidiendo valorar del todo la riqueza de cuanto me rodea, tan alejada de las posesiones materiales. La Sierra Nevada de Santa Marta, la naturalidad de la gente, la alegría de vivir. El problema es que un paraíso forzado es menos paraíso.
La esperanza es lo último que se pierde.